Carlos Gómez
Las Heras y Tagle
Toda ida a un hospital supone una espera. Espera a ser atendido. Espera a que el número en mano coincida con el de la pantalla, si la hay. Espera a que el propio apellido, tal vez mal pronunciado, coincida con el que sale de la garganta de la persona que grita uniformada desde el otro lado del pasillo. Espera paciente de quien con impotencia espera sin poder actuar, a que una salud ajena y muy querida empiece a mejorar.
Pero no es su caso. Él no espera. Carlos Gómez está en las escaleras del Hospital Rivadavia mientras ve pasar peatones que van y vienen por avenida Las Heras. A pocos centímetros de sus piernas se encuentra estacionado su carrito con las pertenencias que necesita para llevar adelante su día. Se asoman algunos diarios, cuyas tapas probablemente hablen (o no) de la cantidad de personas que, como él, se encuentran en situación de calle.
“Todo”, es la respuesta de Carlos a la hora de contestar qué es lo que más se acuerda de su abuela Antonia quien lo crió durante sus años de infancia en Monte Caseros, Corrientes. Cuenta que es gracias a ella que pudo tener educación en un colegio, y sus ojos miran hacia el cielo cuando recuerda los platos deliciosos que ella cocinaba: “Se mandaba cada puchero, cada guiso”.
Junto a su melliza Beatriz, es el mayor de 17 hermanos. A muchos los conoció recién hace dos años cuando falleció su madre, ya que a los 15 años él ya había abandonado su hogar de la infancia: “Me fui de Corrientes y viajé a Santa Fe para trabajar de acompañante de camiones lácteos”, recuerda sobre su primer trabajo.
Todos los días a las 4:30 de la mañana Carlos Gómez se levanta y prepara sus cosas para salir. Es que debe abandonar la entrada del edificio donde duerme frente al Hospital Fernández, para que el encargado pueda realizar su trabajo de poner en condiciones la vereda. “Es un tipo muy macanudo porque nos permite tener nuestro espacio a mí y a otro compañero que se llama Sergio, así que siempre nos preocupamos por no molestarlo y salir bien temprano”, explica mientras intenta sacar un cigarrillo que se encaprichó atascado en el cartón.
Después del madrugón, el destino de Carlos es la estación de ómnibus de Retiro, donde trabaja como maletero en el costero que va a La Plata. Ahí suma unos pesos, que junto a su jubilación, le permiten llevar el día a día. Y será, además, que su inquietud no le permite dejar ir un día sin estar en acción, y la larga lista de trabajos que tuvo durante su vida es evidencia de ello…
Probablemente el sueño de todo niño sea vivir en un parque de diversiones. Amanecer rodeado de juegos, y ser el último en verlos ya apagados antes de ir a dormir. Esa fue la rutina de Carlos durante varios años mientras trabajaba en un parque ubicado en General Paz y Piedrabuena. “Yo era el que manejaba los juegos”, explica con un dejo de picardía, y agrega: “En ese lugar Sandro filmó algunas escenas de El Gitano, pude conocerlo y te digo que era un tipo muy macanudo, charlaba con todos”.
No fue ese el único trabajo que cruzó el mundo del espectáculo con la vida de Carlos. “Fui ayudante pizzero en Café La Humedad cuando Cacho Castaña iba a pedir café en la época que no tenía un mango”, recuerda, y explica que es por eso que el cantante tiene un tango que lleva ese título.
Durante 32 años Carlos Gómez fue conductor de la línea 92 de colectivos, cuyo recorrido va desde el Camino de Cintura hasta Retiro. “Lo mejor de ser chofer es que conocés a muchas chicas”, dice mientras señala un colectivo color verde agua que va circulando por avenida Las Heras a unos metros de donde estamos sentados: “Allá va un 92, mirá…”. Su mirada queda perdida en el vehículo, que a los pocos segundos se pierde de vista llegando a Coronel Díaz.
A la hora de hablar de lo peor de esa profesión asegura que son los nervios de la gente, que inevitablemente se contagian al conductor. “Y sin dudas lo más difícil es mirar para adelante sin dejar de cuidar a la gente que va arriba, porque te sentís responsable por cada uno de tus pasajeros”, reflexiona aún mirando el horizonte de Las Heras, donde hace algunos parpadeos veía su querida línea 92 circulando por la avenida.
Es difícil entender la devoción de Carlos Gómez por sus años de colectivero, hasta que abre lo más profundo de su historia: “¿Sabés que fue gracias al colectivo que me pude reencontrar con mi melliza Beatriz después de más de 40 años sin vernos?”, dice con la mirada inmersa en el asfalto. Después de despedirse de su hogar a los 15 años nunca más había visto a su hermana. Y sin buscarla, la encontró.
Carlos tenía 58 años y estaba al volante del 92 como todos los días. Hasta que subió un joven que hizo que ese día fuera diferente al resto. “Se ve que el chico me reconoció, me dijo el nombre completo de su mamá, y así nos dimos cuenta de que ella era mi melliza Beatriz”, cuenta sobre la primera vez que vio a su sobrino, quien hizo un llamado para contarle a su madre la noticia. Siguieron juntos hasta el final del recorrido en el Camino de Cintura donde Beatriz estaba esperándolo, y donde se produjo aquel fuerte abrazo que demoró más de 40 años en llegar.
Mercedes era formoseña y cuando Carlos la conoció allá por el año 1972, tenían 22 años. Duda si fue amor a primera vista o no, aunque después de unos segundos afirma que sí lo fue. Será que jamás se lo había preguntado. Lo que no duda es la importancia de esa mujer en su vida, con la cual compartió más de 35 años en pareja, y cuyo amor hoy se ve personificado en sus cuatro hijos: tres varones hinchas de River y una mujer de San Lorenzo. Es ella la única que heredó el club de fútbol de su papá, ya que Carlos se declara un fanático del Cuervo: “Tengo la camiseta de Dalessandro, la agarré una vez que la tiró a la tribuna… hoy la tiene guardada mi hija”.
“No me gusta vivir encima de mi familia”, dice como respuesta a por qué decide vivir en la calle en lugar de hacerlo con alguno de sus hijos. Prefiere visitarlos sin sentirse molesto, y en esas ocasiones aprovecha para disfrutar su rol de abuelo: “Tener nietos te invita a ser padre de vuelta, ¡y yo tengo 10!”.
“Viviendo en la calle a veces te sentís solo, como todos”, explica y agrega: “A mí nunca me hicieron mala cara por dormir en la vereda, aunque para lograr eso es importante andar limpio”. Asegura que le duele ver “tantos pibes drogados y borrachos”, y que “hay que sacar la maldita droga de nuestro país”. Sueña con que haya educación para todos, para que podamos tratarnos con más respeto. ¿Qué le da risa? “Todo, me río de boludeces”. Define que nunca hizo ninguna maldad, y si tuviera que escuchar alguna música sin duda sería un buen chamamé.
Llega la noche al Hospital Rivadavia, y muchos siguen esperando. Esperando a ser atendidos. Esperando a que el propio número coincida con el de alguna pantalla, a que el propio apellido sea el que sale de las cuerdas vocales de algún profesional. Esperando a pasar una madrugada más, de larga espera, con salud ajena a la deriva. Pero no es su caso. Carlos Gómez no espera. Él solo permanece sentado en un presente constante, viendo pasar muchos colectivos 92 que rodando por Las Heras llevan un pedacito de su historia como pasajera invisible.