“Cuando el dolor no es tuyo te hacés… y hasta ahí nomás”


Hugo González

Cementerio de la Recoleta, ciudad de Buenos Aires

Hay sol, pero las bóvedas generan sombra en los pasillos del Cementerio de la Recoleta. Pasaron algunos minutos de las siete de la mañana y el lugar está casi vacío. Casi vacío…

En la calle principal del Cementerio hay un grupo de hombres uniformados sentados en un banco, conversando con mates de por medio. Uno de ellos es Hugo González, que tiene 60 años, y trabaja en cementerios desde que tiene 22. Primero, en el de la Chacarita, y hace ya siete años que está en el de la Recoleta.

“La necesidad tiene cara de hereje”, expresa Hugo para definir en pocas palabras cómo fue que terminó en este trabajo. Es una tarea difícil, psíquicamente complicada, porque al ser inhumador, tiene que enterrar cuerpos y está constantemente expuesto al dolor de las personas. “Es embromado cuando ves llorar”, dice, y agrega que nunca se acostumbra al sufrimiento de los otros: “Cuando el dolor no es tuyo te hacés… y hasta ahí nomás”.

Hugo González nació en Curuzú Cuatiá, provincia de Corrientes. Cuando era chico, su mamá murió y su papá lo abandonó, situación que lo llevó a venirse, solo, a vivir a Buenos Aires con tan solo nueve años de edad. “Me hice solo en la calle”, dice y explica que hay dos maneras de aprender en la vida: o con las enseñanzas de un maestro, o con los golpes del asfalto que te das viviendo en la calle.

“La vida me marcó una conducta”, asegura Hugo. Y esa conducta lo llevó a perdonar a su papá que vino a Buenos Aires hace años para verlo. Explica que no puede juzgar lo que hizo su padre, y que tampoco sabe en qué condiciones vivía él por ese entonces, que lo hicieron tomar la decisión de abandonarlo.

Diego y yo estamos sentados en un banco de piedra que está empotrado al piso. Hugo está en frente nuestro, reposado en una silla típica de oficina, con rueditas, que está bastante fuera de contexto. Cada tanto cambia de posición, se reclina hacia atrás y apoya los pies en nuestro banco, justo al lado de donde está la pava con agua caliente y el mate, que luce una capa blanca de azúcar encima de la yerba.

De repente alguien pregunta dónde está uno de sus compañeros. Y la respuesta es: “¡Está allá! En la puerta de la morgue…”.

“Acá es el final, en el hospital ves a la persona sufrir”, dice Hugo con tranquilidad. Sin embargo, en la rutina del inhumador no solo entran en juego los sentimientos, sino también la parte física. “Hay infecciones en los mismos lugares que vos estás”, expresa en relación al contacto directo con cuerpos que tal vez murieron por alguna enfermedad contagiosa, y por las condiciones en que trabajan.

Les gustaría estar más prolijos vestidos, pero se conforman con los uniformes que tienen. Paradójicamente la uniformidad entre sus atuendos está regida sólo por el color azul, ya que existen muchas disimilitudes entre la ropa de uno y otro. “Esta parece que estuvo en Las Malvinas”, dice uno de sus compañeros en tono de broma por lo vieja y rota que está su remera que tiene la inscripción “cementerios” en la espalda.

Cada cajón pesa aproximadamente 200 kilos, sin contar el peso del cuerpo que se encuentra en su interior. Los inhumadores deben colocarlos en bóvedas de ocho metros de profundidad con un método manual a través de sogas, realizando una fuerza prácticamente inhumana. “Hay herramientas que fabricamos nosotros mismos”, dice Hugo con una mezcla de orgullo y resignación.

“Yo te llevo a la puerta de una bóveda y vas a decir: «¿Cómo carajo hacen para tener coraje?»”, me dice. Y a los pocos minutos, así fue…

Llegó la hora de verlos trabajar. Hay que sacar tres cajones de una bóveda, e inmediatamente Hugo y sus compañeros toman un carro antiguo que consiste en una plataforma con cuatro ruedas, y una manija para arrastrarlo, y se dirigen hacia el lugar.

“¡Vamos! ¡Vamos! ¡Levantá!”, se escucha decir al que está metido adentro de la bóveda sujetando el cajón con la soga, mientras otros dos que están arriba tiran para poder sacarlo. Un señor que aparenta unos sesenta años de edad es el familiar de los difuntos, y observa la escena mientras espera que se termine el trabajo.

Nosotros, miramos expectantes y algo sorprendidos, alejados por un par de metros. Hugo nos llama, y Diego se acerca sin dudarlo. Yo me quedo alejada y sigo viendo la escena, hasta que me gritan: “¡Vení! Vos que sos corajuda, ¡Vení!”. Lentamente, me acerco y termino parada a un paso del agujero de la bóveda. Evidentemente mi miedo se nota, ya que mientras Diego filma de lo más entusiasmado, un compañero de Hugo no tarda en tocarme el hombro por atrás, haciendo que yo pegue un grito. “¡Asusté a la piba!”, le dice a sus compañeros con una sonrisa mientras yo intento recomponerme del susto.

Enseguida empieza a picar la garganta por el fuerte olor que invade el ambiente cuando los cajones salen a la superficie. “Esto es perfume”, dice Hugo haciendo notar que en otras tantas situaciones el olor es significativamente más fuerte. El tercer cajón que sacan es muy nuevo, parece haber sido enterrado hace poco tiempo, por lo que lo definen como “un paquete de caramelos” en comparación con el resto. A veces, cuentan, se encuentran con cajones tan deshechos que deben “sacar de a pedacitos y meterlos en bolsas”.

“If you see our one hundred bill, you’ll see the man who rests here: Julio Argentino Roca…”: Una guía turística habla en inglés a un grupo de extranjeros que está recorriendo las tumbas más famosas del Cementerio de la Recoleta. Se trata de la otra cara de la muerte, que se asoma a tan solo unos metros de donde los inhumadores trabajan.

Los tres cajones ya están arriba del carro, y solo queda arrastrarlos. Hugo, junto a dos compañeros, los traslada hacia un rincón del cementerio. Desde atrás se los ve empujando juntos y por la inscripción “cementerio” que lucen en la espalda, parecen un equipo de fútbol, salvando las distancias, por supuesto… “Mañana viajan”, dicen respecto a los cuerpos, ya que al otro día serán trasladados a la Chacarita donde está el único crematorio de Capital Federal.

“Tuve la suerte de conseguir un trabajo estable”, afirma Hugo, remitiéndose a la época en que tenía 22 años y entró al Cementerio de la Chacarita. Compara con la inestabilidad que puede tener un trabajo en una oficina por las posibilidades de ser despedido, y lo pone tranquilo tener su “platita fija a fin de mes”.

Sin embargo, la tranquilidad estuvo ausente en su primer día de trabajo por ese entonces. Eran las siete de la mañana en pleno invierno. Hugo confiesa que estaba bastante asustado. Tenía que caminar algunas cuadras dentro del Cementerio de la Chacarita desde una bóveda hasta una oficina para verificar un nicho, y apareció una mujer vestida de negro que le pidió fuego.

– “¡¿Qué le dijiste?!”

– “¡Qué le voy a contestar si ni siquiera podía hablar del miedo!”

Así y todo, Hugo pasó más de la mitad de su vida trabajando en el cementerio. Ahora lo hace desde seis de la mañana hasta las doce del mediodía. Cuando sale, maneja un remis hasta las dos de la mañana para poder mantener a su familia: “Cuesta mucho, dejo mi vida…”, dice. Tiene cuatro hijos y seis nietos, y al nombrármelos, automáticamente se le dibuja una sonrisa en la cara.

Hugo González cree que todos tenemos un dios. Por un momento guarda silencio y sus ojos claros se humedecen. “Para mí, mi dios es mi vieja”, dice emocionado. En el silencio del cementerio, expresa que “el ser humano no tiene que tener rencor” y que todo se paga antes de irnos.

Mira hacia su alrededor, y con convicción dice: “Después de todo, acá estamos en el mejor tribunal, ¿no?”.

 

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