Clara Herrou
Av. Pueyrredón y Vicente López, ciudad de Buenos Aires
Es la segunda nota con Lucas como fotógrafo. En la entrevista anterior yo había llegado tarde, pero en esta ocasión el impuntual fue él. Mientras comentamos que vamos 1 a 1 en llegadas tarde, Clara Herrou abre la puerta de su casa cuando ni siquiera habíamos tocado el portero eléctrico. Pero no fue telepatía, sino que justo había ido a la puerta a despedir a su alumna de canto…
Guitarra. Cajón peruano. Piano. Micrófono. No es un escenario, es el cuarto de Clari.
El departamento está en la Planta Baja de un edificio sobre la calle Pueyrredón. Tiene dos pisos, y para llegar a su cuarto, subimos por una escalera caracol, mientras la anfitriona y futura entrevistada carga una bandeja previamente preparada con una jarra de jugo, y una canasta con galletitas.
“Sufría pero me encantaba”, dice Clari sobre sus primeros pasos en el camino de la música. Eran pasos chiquitos, tan chiquitos como lo era ella cuando tenía nueve años y tocaba la guitarra en la misa de su quinta en Del Viso. Resulta que solía ser muy tímida, pero lo hacía porque según dice: “era algo que me llamaba”. La hermana más chica, por ese entonces, se paraba al lado de ella para hacerle el aguante…
Hoy ese aguante se lo hace la gente que la va a ver a sus shows e incluso puede comprar su CD que fue lanzado en el 2011.
Lucas está sentado en el cajón peruano, y al ratito se acomoda en el piso al igual que yo, que estoy cruzada de piernas al lado de la cama. Clari instantáneamente se baja de la silla y en tono de broma dice: “Mejor me siento en el piso chicos… ¡sino me siento mal!”. Y en cuestión de segundos, ya estábamos los tres sentados al mismo nivel, sobre la moquette.
El camino contra la timidez no lo recorrió “de un día para el otro”. “Yo era de las que les mentía a mis amigas”, confiesa Clari, que cuando era chica era capaz de inventarles cualquier cosa con tal de no ir con ellas a los trucos en los colegios porque le daba vergüenza. De a poco se fue desinhibiendo…
Hacer comedia musical la ayudó a desenvolverse con más soltura, y también el hecho de jugar al hockey en CUBA, lo cual implicaba compartir muchos momentos en grupo “y entrenar con muchas minas que por ahí ni conocés”. Jugó durante diez años, pero después tuvo que dejar porque de a poco se fue convirtiendo en un “estilo de vida” que requería demasiado esfuerzo.
El mate va y viene entre anécdota y anécdota. Afuera hace mucho calor, pero en el cuarto el aire acondicionado está muy fuerte. Algún cantante podría preocuparse por el efecto del frío en su garganta, pero no es el caso de Clari que dice tener “cero paranoia” con el tema de la voz, ya que cree mucho en el dominio de la técnica para cuidarla. Antes de una presentación, sí se cuida, cambiando la cervecita por agua, y moviendo la boca mientras baila en una fiesta en lugar de cantar a los gritos.
“Hay días que me gustaría ser la secretaria de un estudio de abogados”, dice Clari en posición de “bollito” sentada en el piso, rodeando sus piernas con sus brazos. Nos cuenta que “es una profesión que llena mucho, pero también hay que remarla mucho”.
Su trabajo más fuerte es el de dar clases de canto, y en este momento tiene alrededor de veinte alumnos. No podría tener muchos más, porque le gusta hacer un trabajo personalizado con cada uno de ellos. Según dice, es un trabajo muy bueno, pero a la vez muy malo porque, por ejemplo, “si te enfermás, no cobrás”.
Sin embargo, tiene la ventaja de tener vacaciones largas ya que como bien dice: “¡Andá a darle clases de canto al loro en enero!”. Además, hace 12 años que se va a misionar al mismo pueblo con el grupo de exalumnas de su colegio, el Mallinckrodt. “La verdad es que con mi trabajo es más fácil”, asegura Clari en relación a poder hacerse un espacio para compartir una semana al año con aquella comunidad que visita hace tanto tiempo.
“Creo que mi viejo no escucha…”, es su respuesta irónica cuando le pregunto si la cuestión musical viene de familia. Resulta que lo artístico no es algo que haya heredado de otra generación, aunque sí reconoce que su mamá le enseñó a tocar la guitarra cuando tenía cinco años. Enseguida agrega: “Me enseñó las únicas tres canciones que sabía”, como para aclarar que tampoco tiene una madre experta en la materia.
Sonriente, asegura que siempre tuvo el apoyo familiar para el camino que decidió seguir. “Si te hace feliz, hacelo a pleno y sé la mejor”, le dijeron y la acompañaron siempre. Sin embargo, decidirse por la música le dio mucho vértigo en un principio, por lo que amagó a estudiar Diseño de Imagen y Sonido pero no se pudo inscribir: “Fui el día que quise a la hora que quise para anotarme”, sin saber que la UBA tiene un sistema de inscripción muy riguroso con fechas designadas según la inicial del apellido.
Clari habla sentada, rodeada de sus instrumentos. En su cuarto cuelga una hamaca del techo donde suele sentarse a leer. Hay un gran espejo colgado en la pared y en su alrededor se exhiben seis fotos de paisajes sacadas por ella, durante algunos viajes en una época en que “estaba más para adentro” y encontraba en la fotografía un modo de hablar. Su cuarto es su hábitat. Tiene para calentar el agua para el mate, e incluso su propio portero eléctrico para atender a sus alumnos y no volver loca a su familia. “Pero de noche lo puedo apagar…”, cuenta Clari con un tono risueño.
“Vos lo escuchás y sabés toda mi vida”, dice en relación a su CD llamado “Que la vida le sonría…”, y agrega que lleva mucho tiempo preparar un disco. Su banda está formada por “gente que estaba como para darle para adelante”, y mientras lo explica hace un gesto de remar con los brazos. Todas las canciones están escritas por ella, y el trabajo de composición lo hace desde que era chica, aunque en un principio solía hacerlo en inglés: “Era más dibague”, comenta.
Desmitifica aquello de las amigas “groupies” que van a ver todos los shows. “No soy para nada de taladrear”, aclara Clari, aunque enseguida asegura con seriedad: “Pero si necesito que vengas, te apunto con un arma y venís”. Ahora está filmando un videoclip filmado por su novio. “Él es ingeniero, ¡nada que ver!”, dice mientras ríe, y nos cuenta que van llevando la camarita a los distintos lugares que van, y poco a poco se va armando.
No le dan nervios las presentaciones. Sí adrenalina. “No sé si quiero lo que está por pasar”, pensó minutos antes de su show en el Velma Café el año pasado. Sin embargo, después empieza su actuación en el escenario y se da cuenta de que eso es lo que quiere. Enseguida interactúa espontáneamente con el público y se divierte…
Hace yoga, corre por la calle Libertador, e incluso hizo un curso doma de caballos con su papá y su hermano. Esas actividades le divierten. Paradójicamente, odia los karaokes. “¡Me parece el antiprograma!”, asegura Clari, a quien le pone mal esa situación de que la gente que canta mal agarre un micrófono y haga estragos.
Clari Herrou vive para cantar, y canta para vivir. Sin embargo, se define más como una empresaria que como una música por su personalidad. Considera que tiene sus estructuras definidas que tal vez no coinciden con el estereotipo del artista relajado: “A mí no me mandes a cantar a las tres de la mañana, o un sábado al mediodía”, dice con convicción.
Suena el portero adentro del cuarto y la charla se interrumpe. Es una alumna de canto que viene por su clase. Acomodamos todo en la bandeja, y salimos del cuarto de Clari para bajar la escalera caracol y salir del departamento.
Caminamos unos pasos por la Avenida Pueyrredón, y frenamos cuando Lucas se da cuenta de que se olvidó su teléfono. Volvemos, y enseguida se asoma ella sonriente por la ventana del living que da a la calle y estira su mano para alcanzárnoslo sin que siquiera le hayamos avisado.
Nuevamente, ni llegamos a tocar el portero. Nuevamente, se nos anticipó Clari Herrou, que después de volver a saludarnos a través de la ventana, desaparece y se sumerge en su hábitat musical para dar comienzo a otra clase de canto.