Antonio Eusebio José Buzzegoli
Cerrajería Ethervox – Arenales 2419
Las usamos todos los días. Sin ellas, no podríamos entrar a casa. No podríamos viajar tranquilos sabiendo que nadie va a abrir nuestra valija. A veces, hasta no podríamos guardar secretos o cartas que no queremos que nadie lea. Sin ellas, muchas cosas de nuestro mundo interno, o lo que más queremos proteger, quedarían al descuido.
Ellas son las llaves. Y él es Antonio, uno de los tantos cerrajeros que con sus manos las vuelven realidad.
“Abríguese”, es la última palabra que dice Antonio antes de cortar el teléfono. Está cayendo la tarde y el sol ya no está para amortiguar el frío de una tardecita de junio. En la cerrajería no hay nadie: tan solo Antonio del otro lado del mostrador y Lito, su compañero de trabajo, que está trabajando en el fondo.
Antonio enseguida se presta a la conversación y en cuestión de minutos nos transporta a la región de la Toscana, de donde eran sus padres, que viajaron un mes en barco para venirse a vivir a Argentina y formar su familia acá en el país. A pesar de que la infancia de Antonio transcurrió en Santa Fe, la sangre italiana corre por sus venas y sale a la luz en alguna que otra palabra.
“Comíamos pasas de uva con mis hermanos sentados en el cordón de la calle de tierra”, recuerda Antonio sobre su niñez. Su madre se llamaba Gemma y era modista, y con una sonrisa relata: “Con el terciopelo que le sobraba del trabajo me hacía zapatitos”. La recuerda como una mujer muy seria, a quien trató de usted incluso hasta el día de su muerte.
A los 6 años de edad, un 6 de junio, se vino a vivir a Buenos Aires junto a toda su familia. La fecha me resulta familiar, y cuando miro el calendario corroboro que hoy es 6 de junio: “¡Antonio hoy es su aniversario de porteño!”, le digo, y él, entre risas, contesta que no se había dado cuenta. En su adolescencia fue monaguillo en la Parroquia Santa Elena, y recuerda: “Éramos terribles, nos tomábamos todo el vino de la sacristía”.
El trabajo forma parte de la vida de Antonio desde sus 13 años. “Mi hermano Mario tenía un taller y me encantaba trabajar con él”, cuenta y agrega: “Él era mi padre, mi amigo, mi todo”. “¿Sabés lo que pasa? Yo trabajé desde chico por necesidad, te querés imaginar yo vivía en un conventillo…”, explica.
El teléfono suena y Antonio interrumpe su relato. “Cerrajería”, dice. Tras unos segundos de silencio, responde: “Es que ahora no puedo, estoy en una charla con una persona…”.
La historia de la vocación de Antonio como cerrajero es algo peculiar. No se trata de un oficio hereditario, ni de una curiosidad que estuviera latente desde su niñez. Todo empezó con una historia de amor…
Cuando rondaba los 20 años de edad conoció a Noemí Amalia, quien hoy es su mujer, en una fiesta en las calles Austria y Juncal. Le gustó. Averiguó su teléfono por medio de una amiga, puso “voz de artista” y se hizo pasar por un tal “Marco Antonio”. Así, detrás de esa identidad falsa, la invitó a tomar algo a La Biela. “Cuando me vio se quería morir”, dice Antonio tentado de risa.
“Estuve un mes y medio para tutearla… ¡Imaginate lo que estuve para que me dé un beso!”, cuenta, y enseguida empieza a relatar con detalles cada una de las salidas que siguieron a ese primer encuentro: cuando tomaron un batido de Gancia en La Biela, una Coca Cola con sandwichs de miga en Bulnes y Libertador… Antonio toma su billetera y nos muestra un billete de aquellos años, que con tinta azul lleva escrito: “Para mi gordo querido de su amorcito, para que lo guarde con todo cariño”. Y con todo cariño lo guardó. Y con todo cariño lo exhibe.
Un 13 de enero se comprometieron, y Antonio cuenta cómo fue que le pidió la mano al padre de Noemí: “Escuchame, en esa época se estilaba eso”, aclara al ver nuestras caras que muestran algo de desconcierto. Quien sería su suegro aceptó gustoso, pero le respondió con otra propuesta: que comience a trabajar en la cerrajería.
Por ese entonces Antonio seguía trabajando en el taller de autos, y a su suegro se le ocurrió que el trabajo en la cerrajería, la misma cerrajería en la que hoy en día sigue trabajando, sería la mejor opción para el futuro de la pareja. “Parte de lo que soy hoy se lo debo a mi suegro”, dice Antonio, y tras unos segundos de reflexión, rectifica: “Parte de lo que soy hoy se lo debo a mi mujer”.
“Para poder casarme trabajé durante dos años de 8 de la mañana a 2 de la mañana”, cuenta Antonio, para quien el matrimonio significaba empezar a formar un hogar. Un hogar que se fue construyendo paso a paso…
De fondo suena la radio bajita, bien bajita. Casi ni se puede reconocer qué canción está sonando, y el sonido que protagoniza el ambiente es el del trabajo manual de Lito, que con una máquina está creando una llave. Es un ruido agudo, que hasta puede generar algo de erizo a quien lo escucha por primera vez. Ese sonido lejos está de ser una novedad para el oído de Antonio, que ya lleva varias décadas de acostumbramiento.
“Un hijo es como una estrella que cae”, describe Antonio al narrar la llegada de Fabiana, su primera hija, a quien “la esperaba con mucha ansiedad”. Se ríe al recordar su adolescencia que “era terrible”, y la describe con orgullo de padre.
Durante varios años Antonio participó del Cursillo de Cristiandad, una suerte de preparación de retiro espiritual, junto a su esposa. Cuenta que estuvo “muy metido en eso”. Un día retó a su hija, y ella le contestó: “¿Y vos qué me das para que yo sea mejor?”. Antonio se quedó pensando, y se dio cuenta de que le faltaba encontrar un equilibrio entre aquella actividad y el cuidado de su familia: “Ahí me di cuenta de que es importante primero respetar el metro cuadrado”, dice.
La idea de adoptar un segundo hijo apareció como una oportunidad de agrandar la familia. Un día, a las 5 de la mañana, Fabiana entró al cuarto y le dijo: “Papá quiero hablar con vos”. En ese momento Antonio pensó para sus adentros: “¿En qué lío se habrá metido?”. Pero no había tal lío ni tampoco algún problema, sino que las palabras de su hija fueron: “Quiero que ese chico venga con nosotros”, refiriéndose a la posibilidad de la adopción.
“Me movió el mundo”, dice Antonio con sus ojos colmados de lágrimas. Lágrimas que no llegan a verse del todo por los anteojos oscuros que tiene puestos, pero que se pueden escuchar en un tono de voz a punto de quebrarse. Tomaron la decisión en familia porque “en casa no hacemos nada si antes no lo hablamos entre todos”, explica.
De ese modo Julio pasó a formar parte de la familia. “Ese que ves ahí es mi hijo”, dice Antonio muy emocionado mientras señala una foto colgada en la pared. “Era como si a Fabiana la conociera de toda la vida”, recuerda Antonio sobre los primeros días, y cuenta que todo lo que le dieron a un hijo, también se lo dieron al otro: “La cerrajería está a nombre de uno, y el local de al lado está a nombre del otro”.
“Cuando terminó el colegio mi mujer le compró el Clarín con los Clasificados porque no quería vagos en la casa”, cuenta Antonio, pero su hijo más que volcarse a una búsqueda laboral externa, decidió sumergirse también en el mundo de la cerrajería. Así, Julio heredó el oficio del padre y también es cerrajero. Pero en Italia, donde está viviendo hace varios años.
Aprender el arte de la cerrajería “es cuestión de mirar”. “Tenés que dedicar tiempo, imaginación y poner buena voluntad para arreglar las cosas”, explica Antonio sobre su trabajo. Para él los oficios funcionarían muy bien como mecanismo de inserción social porque “si no tenés la mente ocupada pensás en tomar alcohol, en consumir drogas…”.
En el rato que duró la charla, fueron varios los llamados telefónicos que Antonio pospuso para seguir contando su historia. Y otros tantos fueron los saludos que repartió a los vecinos que caminaban por la calle Arenales llegando a Pueyrredón, y lo saludaban por el ventanal del local.
Con una llave invisible Antonio nos abrió las puertas de su vida, y esa misma llave invisible la fue usando a lo largo de sus 78 años para abrir dos grandes puertas fundamentales de su vida: la de su vocación de cerrajero, y la de una familia que, de solo nombrarla, le colma sus ojos de lágrimas.
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