“La música no se arregla, se condimenta”


Claudio López

Subte línea D – Estación Pueyrredón

Algunos se sacuden los hombros para despejar las gotas de lluvia de sus sobretodos. Algunas se acomodan el pelo para hace frente a la humedad con la mayor dignidad posible. Todos buscan llevar el día de lluvia de la mejor manera, y van y vienen a toda velocidad por el pasillo de la estación de subte para dar comienzo a una jornada laboral.

Claudio también está por comenzar su día de trabajo, pero es distinto al del resto. Se acomoda en su silla plegable, distribuye ordenadamente sus CDs en el piso, abre su atril, y comienza a preparar el escenario que improvisa todos los días para dar lugar a su arte. Abre una funda negra, y saca a la luz una guitarra colorida que enseguida capta la atención de quien espera un instrumento común y corriente.

“Yo laburo con todos artistas plásticos”, dice para explicar el colorido de su guitarra. Acto seguido, señala sus CDs que están a su derecha y agrega: “Yo creo en la unificación del arte, por eso en las tapas de mis discos en vez de poner mi carita como haría cualquier solista, pongo una pintura… Bueno, este tiene mi carita, pero está dibujada”.

Claudio López nació en Villa Ballester en el año 1960. Vivió su infancia junto a sus padres y sus dos hermanos, y cuando tenía 7 años se fue a vivir a Cosquín. Para ese entonces la música ya formaba parte de su vida, ya que empezó a tocar la guitarra y a cantar cuando tenía tan solo 4 años: “Me acuerdo que la primera canción que aprendí fue Zamba de mi esperanza”, dice.

Con esa misma canción comienza su repertorio del día. Ahí empieza la magia. La humedad del color gris del pasillo de subte enseguida se colorea. Un color que no entra por los ojos, sino por los oídos. Es una versión distinta del clásico, con arreglos que imprimen un sello muy personal en la música de Claudio, pero él asegura: “La música no se arregla, se condimenta”. Lo que sí se arreglan son los humores de quienes cambian su cara larga por una sonrisa al pasar a su lado.

“Eso no es música”, le dijo su profesor de música cuando a los 14 años Claudio se compró una guitarra eléctrica. El contexto de Cosquín lo llevaba hacia un camino sin escapatoria que terminaba en el folklore: “Estaba limitado por donde vivía”. Pero él no solo siguió abriendo su propio camino musical, sino que a los 18 años se mudó a la capital cordobesa y comenzó sus estudios en el Conservatorio.

Cuando Claudio canta sus ojos se concentran en la carpeta que sostiene el atril en frente suyo. Las letras están escritas a mano con birome negra, y los acordes en rojo. Si su mirada se despega es para agradecer a quien colabora, y no teme en interrumpir los versos con palabras que no están escritas en sus estrofas: “Hola”, “Muchas gracias…”.

El recital subterráneo sigue, y es imposible no sonreír cuando Claudio comienza a entonar: “Hoy puede ser un gran día”. Creo que él no lo vio, pero cuando arrancó su canción un señor de traje le regaló un pulgar hacia arriba, y al mismo tiempo una señora estaba ayudando a una joven que por el viento lluvioso que entraba por la boca de subte empezó a ver como las hojas de su carpeta empezaban a desparramarse por todo el pasillo.

Entre las estrofas de la gran canción de Serrat, se escapaban enseñanzas como: “Pelea por lo que quieres, y no desesperes si algo no anda bien”, o “Si la rutina te aplasta, dile ya basta de mediocridad”. Un chico con grandes auriculares blancos se perdió de escuchar todo esto.

El escenario de Claudio no siempre fue el subte. Al principio tocaba en bares, pero la tragedia de Cromagnon cambió el rumbo de su carrera. No por el hecho de haber estado la noche del incendio, sino porque cambió la regulación por el aumento de controles en los locales: “Empezaron a pedir muchas cosas, y muchos bares en los que yo tocaba empezaron a cerrar”, dice Claudio, quien se vio obligado a cambiar de rumbo.

“Al principio vine por guita y porque para mí era como una sala de ensayo en la que no tenía que pagar”, recuerda sobre sus inicios en el subte. Pero un día eso cambió. Llevaba un mes y medio tocando bajo tierra, y un buen día un señor se le paró en frente para verlo tocar. Le dejó unas monedas, se le acercó, le palmeó el hombro y le dijo: “Hoy para mí era un día de mierda y me lo alegraste”. Claudio asegura que ese tipo de cosas ahora le suceden con frecuencia: se trata de un sueldo paralelo e intangible cuyo valor no se puede monetizar.

Un día de Claudio arranca generalmente a las 8 de la mañana. Da clases de guitarra y canto en su casa, y de los 8 alumnos que tiene hay varios que se acercaron a él después de haberlo escuchado en el subte. Recién a eso de las 11 de la mañana se dirige con su valija y guitarra a la estación Pueyrredón de la línea D, lo cual significa solamente cruzar una calle, ya que vive en frente sobre la misma avenida. Su jornada bajo tierra se extiende hasta las 4 de la tarde, y su horario de almuerzo es recién a las 5. “Bueno, en realidad almuermeriendo”, dice entre risas.

Claudio está seguro de que “la música cura”. “Yo vengo pase lo que pase, con dolor de garganta, dolor de panza…”, dice con un dejo de orgullo, y agrega: “Y a la media hora de tocar digo: «Ah, a mí me dolía tal cosa…»”. Esa asistencia casi perfecta lo transformó en un sociólogo visual que analiza el comportamiento de los transeúntes que pasan por el subte.

“La gente se pone de mal humor los días de lluvia, pero para mí todos los días son lindos”, dice cuando hablamos sobre cómo se está cayendo el cielo allá arriba en la calle. Sin embargo, no se define precisamente como un optimista, sino como alguien que está en un momento de mucha paz: “La paz no es una banderita blanca, es un estado interior”. Cuando se le pregunta si hay que vivir la vida de manera más despojada, responde casi por acto reflejo un firme “Totalmente”.

Zamba de mi esperanza. Algo contigo. Seguir viviendo sin tu amor. Libre. Hoy puede ser un gran día. Color esperanza. A mí manera. El país de la libertad.

Hace falta leer de corrido el repertorio del show de Claudio para entender lo que quiere transmitir con sus recitales bajo tierra. Es más que música. Es más que una forma de ganarse la vida. Es una fábrica de sonrisas, de palmaditas discretas en piernas y brazos. Al fin y al cabo, es una forma concreta de cambiar el día de cientos de anónimos, y de musicalizar la rutina con mensajes que valen la pena.



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