El Pichi
Av. Santa Fe y Riobamba, ciudad de Buenos Aires
Probablemente las tardecitas de los viernes se puedan dividir entre dos grupos de personas: quienes ya están en su casa después de una larga semana de trabajo, y quienes están apurándose para llegar a sus casas con el cansancio acumulado a cuestas. Pero hay alguien que no busca ganarle la carrera al reloj, sino que sonríe y hace chistes con frescura de sábado. Ese alguien es El Pichi, quien entre los peatones en apuros sigue parado en la esquina de Riobamba y Santa Fe robando sonrisas y miradas curiosas.
“¡Hola amigos! ¡Chau, chau!”, se lo escucha decir para devolver un saludo que viene de la ventanilla de un taxi, donde dos chicos en uniforme escolar lo saludan al pasar. Lo que esos chicos no saben es que quien para ellos es El Pichi, en realidad se llama Daniel Roberto Sánchez. Nació en Junín, provincia de Buenos Aires, y si bien ya pasaron muchos años desde que está viviendo en Capital Federal, intenta volver a sus pagos de visita cada seis meses.
Todos los días a las seis de la mañana El Pichi se despierta en su casa de Haedo. Toma unos mates con un poquito de azúcar, y va agregando más yerba a medida que lo siente más lavado. Amasa su propio pan, y cuando termina de desayunar se hace una pregunta a sí mismo: “¿Qué voy a llevar para divertirnos hoy?”. Es ahí cuando piensa qué personaje va a lucir para entretener a la gente que unas horas más tarde, después de que se tome el 166 de Haedo a Capital, lo verá parado en Santa Fe al 1800.
“Voy acomodando la ropita del Pichi según el día”, cuenta sobre su vestimenta y explica: “Los lunes me visto más serio, los martes me pongo un poco más de color, y los miércoles me visto más alegre”. “Vivo para que todos mis días sean distintos”, dice en relación a los colores y también a sus varios personajes como el de hoy, al que él llama: “Pichi la hora”. Decoración por doquier, y un reloj sostenido con una vara que se desprende de su hombro.
“El estilo del reloj sabés cómo pegó en la gente”, dice con un dejo de orgullo. Evidencia de eso es un doctor de unos 50 años que pasa a su lado y le dice: “Qué suerte que tengo tu hora, Pichi”, y sigue su camino. De esa manera son muchos los que pasan a saludarlo: algunos caminando y otros a los bocinazos desde autos, taxis y colectivos. Él se inquieta por devolver los saludos aunque sea con una sacudida de mano a lo lejos, haciendo que por momentos pareciera que baila en una coreografía que lo lleva de un lado al otro.
Se acerca un chico, el Pichi lo saluda con un abrazo, y como quien es anfitrión en una casa, nos presenta. “Él se llama Eloy, vive en Florencio Varela y está luchando la changa”, dice mientras pone su mano en el hombro del joven que parece de unos 25 años y lleva una caja con anotadores, biromes, carilinas y sets de costura que vende para poder mantener su hogar. Entre los dos cuentan que se conocieron hace cuatro años cuando Eloy estaba en situación de calle, y El Pichi explica: “Yo a los chicos de la calle les hablo y los aconsejo para que agarren otra onda, mirá cómo cambió su vida él”. Hace ya un tiempo que Eloy cambió su apariencia por completo, y con respeto y tranquilidad se acerca a la gente por la Avenida Santa Fe ofreciendo sus productos.
En su sombrero El Pichi siempre lleva pegada una carta del cuatro de bastos. “El 4 simboliza el comienzo de la vida, lo tirás al principio para después ir defendiéndote”, explica mientras se agacha para poder mostrarlo para la foto. No lleva el de copas porque asegura que significaría no ser nadie.
Pichi vivió su infancia en Junín entre changas y recuerdos de niñez. A los 9 años era caramelero en el cine junto a su hermano Pepe, y recuerda las corridas para ofrecer la mayor cantidad posible en sus ventas. “También era heladero cuando el bombón helado Noel era una novedad”, dice algo risueño. Fueron esas horas adentro del cine las que lo hicieron descubrir que era un apasionado del teatro y la actuación. A los 14 años la pobreza lo hizo abandonar su ciudad natal para instalarse en Capital Federal.
“Yo llego a esta esquina como si fuera un teatro, entro por el lateral del escenario que sería la calle Arenales”, explica, y agrega: “Yo acá estoy en un canal abierto de televisión, todo el tiempo es un flash constante”. Dice que a su llegada siempre hay alguien esperándolo para contarle algo y compartir un rato. En el medio de saludos y charlas, despliega sus personajes: El Pichi palangana, El Pichi maceta, El Pichi arquero suplente… dice que este último es el que más le piden.
“¿Te imaginás ser un arquero suplente? ¿Sabés lo que es querer jugar y no entrar nunca?”, pregunta con un tono casi de indignación. Algunos días él representa eso, se viste de arquero, actúa que practica y entra en calor constantemente, y nunca llega a entrar. “Lo peor es que cuando el pobre tipo entra a la cancha se come cuatro o cinco goles por partido porque no está entrenado”, afirma, y pone el ejemplo de Sebastián Sirni: arquero suplente de Amadeo Carrizo durante 11 años en River Plate.
Amanda y Estela están hace unos minutos mirándonos, algo alejadas y tímidas. Son dos señoras que viven en el barrio, y tal vez por ver la situación de entrevista no se animan a arrimarse, pero El Pichi rompe las barreras, se acerca, y tomándolas de los brazos cuenta: “Ellas me vienen a visitar todas las tardes, me regalan Rhodesias”. “En la tele nos pasamos viendo los dramas que pasan, en cambio cuando venimos a verlo a él es una alegría”, dice Estela mientras lo mira sonriente. Amanda, por su parte agrega: “Es un personaje que ya es del barrio, lo queremos mucho”.
Los colores del Pichi ya son parte del paisaje de Santa Fe y Riobamba. Los bocinazos y saludos son moneda corriente, y las sonrisas se multiplican entre los que pasan a su lado sin importar que estamos entrando en la tardecita del viernes, sobra el cansancio, y hay apuro por volver a casa.